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Mostrando entradas de junio, 2017
            No conciliaba el sueño. Simplemente no podía, y no lo soportaba en ocasiones; en otras, disfrutaba de la soledad de la noche. Miraba al techo y hablaba en voz alta sola. Por suerte para ella, su mascota la acompañaba en su vigilia, aunque había veces que lo hacía sin estar ella presente. Cuando eso sucedía se reía un rato, no podía evitar sonreír con la simpleza y el surrealismo de aquella escena. Todos los recuerdos se agolpaban, tanto buenos como malos, e iban a su mente como trozos de películas cortadas. Después se acordaba de aquello que debía hacer. Y, ya que no podía dejar de hacer nada, y que no iba a estar más que mirando al techo, se decía a sí misma: “¿por qué no?” se levantaba e iba al estudio, y comenzaba sus tareas hasta que la noche se convirtió en una fuente de ideas, y el día en un momento de ajetreo que para ella sería el descanso de un buen trabajo y para los demás un comienzo de inacabados recuerdos.

La autenticidad

      Ser coherente con los propios valores es una tarea peliaguda que conlleva evitar excusas ante encargos a realizar por esa idea del "yo verdadero". Incluso es necesario lidiar entre valores y momentos que ponen al sujeto en una situación incómoda, de indecisión. Normalmente esta escena ocurre cuando se quiere pertenecer a un grupo con el que se está de acuerdo en ideas y a la vez quiere mantenerse la integridad.       También sucede con el propósito de la vida. A veces hay ataduras impuestas voluntariamente porque forman parte de esos hábitos que llevan a cumplir los valores en que se cree. Sin embargo, otras veces frenan a la hora de decidir el propósito: Me ato a la familia, amigos, costumbres o rutinas que tengo aquí y no salgo afuera a explorar. No quiero apartarme de esto porque lo valoro pero también considero importante la exploración y la búsqueda de la verdad, el auto conocimiento a través de las experiencias. Se contraponen las situaciones, prioridades y v
El paraguas frena las gotas de lluvia, no deja que conectemos con los demás, que nos calemos. El cristal impide acercarnos, pero vemos las gotas de agua: tan cerca, que nos alegramos al verlas; tan lejos, que parecemos vivir en un desierto. El plástico protege el aire; sin embargo, así el globo permanece inflado. Nos vamos desinflando con cada conversación, salida, reunión, tarea, objetivo, propósito: sin aparente cansancio. No nos damos cuenta: Somos un globo desinflándose. Un globo que acaba amurallando su aire mediante un cristal. Un globo que cubre, protege, de las otras gotas de lluvia y se enfrenta a ellas con la tela; no deja que lleguen a nosotros. Dejemos de acumular expectativas, seamos los efectos positivos de una sonrisa, la presencia del niño presente; no burbujas que explotan negatividad tras expulsar todo el aire, con el tiempo, que el plástico del globo, de nosotros, ha podido dar de sí: conectemos con nosotros mismos, conectemos con lo
El lejano goteo resbala por las estalactita de una quieta cueva y, sobre un pequeño charco, crea unas ondas diminutas: el silencio reina. No despertemos los murciélagos, sombras del refugio, que, al vislumbrar luz y atisbar sonidos desconocidos, baten sus alas para huir de quien explorando está su recóndita morada; de la que únicamente el esplendor verán aquellos a los que la paciencia guíe sin luz agresiva y sin ruido. Únicamente el secreto de este magnífico lugar lo hallarán los que estén dispuestos a ahondar en las profundidades de la tierra, y a escuchar el más dulcificante sonido: el goteo en el misterio; el extenso hilo de experiencias, el largo recorrido de ideas pensadas, en el silencioso proceso de la memoria.
Abre la cerradura, introduce la llave, encuentra el compartimento, no serás capaz de ver qué hay dentro. Muñecas rusas, una dentro de otra, ¿un martillo? ¿tirarlas al suelo? no serás capaz de ver qué hay dentro. Clave, contraseña, ¡qué más da! no sirve de nada. Está vacío, lleno de todo. Todo es nada para el poco avispado. Todo es lleno para el comprensivo. Dentro, fuera; dicho, silencio. Capas, capas. Y más capas. Se rompen, esperan la escucha. ¡Shh! un juicio viene, no lo aceptará si no entiende, ¡hay que esconderse! Parece haber cerrado su tímpano, y abierto su boca al sinsentido.
        Movimiento sigiloso, de la esperanza paciente. Delicado, fuerte. Flexible, rígido. En constante espera dinámica. Todo se mueve, nada parece cambiar. Uno tras otro apacigua la mente. La cadena de intentos fallidos hace caer la tinta del tintero del sueño. La pluma continúa escribiendo, la mano efectúa el movimiento sigiloso, espera alcanzar una satisfacción inherente a la actividad, una que no parece existir. Luego retrocede la mirada sobre las palabras, sonríe el rostro, de realización, no entusiasmo, y acepta el hecho. ¿Qué más hace falta para satisfacer dicho deseo? Se busca, se escapa. No se encuentra. Aparece, desaparece constantemente. Siempre escribiendo. Siempre buscando esa sensación efímera. Siempre un movimiento sigiloso, un movimiento constante, una dinámica reflexiva en medio de una aparente búsqueda de una esperanza inexistente y una gratificación en la aventura de las palabras.
         Subió al tren. Se sentó, y miró su reloj: las doce del mediodía. Ni un minuto más, ni uno menos. Suspiró. Miró por la ventana. Miró hacia el pasillo; hacia sus parientes despidiéndose con la mano tras el cristal. Colocó su maletín, antes sobre sus piernas, debajo de su asiento, junto a su pie derecho, contra la pared. Volvió la vista al frente, aún no se había acomodado ningún viajero con el que pudiera tener una conversación interesante. Mejor así, creyó. Miró hacia arriba. Había compartimentos donde dejar el equipaje. Él, que solo llevaba su maletín no se preocupó, pero pensó que le hubiese venido bien traer un poco más de vestimenta, ya para la próxima vez. Sí, estaba ansioso. Su mente no paraba de tener pensamientos de duda, incluso de las más nimias tareas. Por eso miraba a todos lados, y no observaba nada con discernimiento. No podía relajarse. Sabía que no tenía sentido. Aprovechó su compañía fantasmagórica para abrir su maletín sobre la mesa y comenzar a trabajar; nad
        Los peldaños parecían aumentar a medida que llegaba arriba. Uno, y otro, y otro más. Era interminable. La gota de sudor, tímida, pero implacable, recorría mi rostro a pesar de mi sombrero, ¡y yo que pensaba que me serviría de algo! ¡qué ingenuo!          Uno, y otro, y otro. ¡Por fin! -exclamé- ¡el último!- Sin embargo, mi pie cedió. Parecía no querer avanzar, como si una fuerza le impidiera ascender hasta alcanzar el desafío final. Miré hacia abajo. Luego a un lado. Observé todo el trayecto recorrido desde el primer piso; después, el ascensor estropeado. Era el portal diez, piso undécimo. Si no fuera una emergencia ni habría ido.        Ahí me tenías, enfrentándome al deseo de querer llegar al final, o renunciar por creer que hay un objetivo más satisfactorio. ¿Qué pasaría si mi pie se colocase en el último escalón y llamase, después de suspirar fuerte para obtener el ánimo perdido, y me dijeran que la emergencia, la meta, la forma en la que podía ayudar, se desvanece