No conciliaba el sueño. Simplemente no podía, y no lo soportaba en ocasiones; en otras, disfrutaba de la soledad de la noche. Miraba al techo y hablaba en voz alta sola. Por suerte para ella, su mascota la acompañaba en su vigilia, aunque había veces que lo hacía sin estar ella presente. Cuando eso sucedía se reía un rato, no podía evitar sonreír con la simpleza y el surrealismo de aquella escena. Todos los recuerdos se agolpaban, tanto buenos como malos, e iban a su mente como trozos de películas cortadas. Después se acordaba de aquello que debía hacer. Y, ya que no podía dejar de hacer nada, y que no iba a estar más que mirando al techo, se decía a sí misma: “¿por qué no?” se levantaba e iba al estudio, y comenzaba sus tareas hasta que la noche se convirtió en una fuente de ideas, y el día en un momento de ajetreo que para ella sería el descanso de un buen trabajo y para los demás un comienzo de inacabados recuerdos.

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