No conciliaba el sueño.
Simplemente no podía, y no lo soportaba en ocasiones; en otras, disfrutaba de
la soledad de la noche. Miraba al techo y hablaba en voz alta sola. Por suerte
para ella, su mascota la acompañaba en su vigilia, aunque había veces que lo
hacía sin estar ella presente. Cuando eso sucedía se reía un rato, no podía
evitar sonreír con la simpleza y el surrealismo de aquella escena. Todos los
recuerdos se agolpaban, tanto buenos como malos, e iban a su mente como trozos
de películas cortadas. Después se acordaba de aquello que debía hacer. Y, ya
que no podía dejar de hacer nada, y que no iba a estar más que mirando al
techo, se decía a sí misma: “¿por qué no?” se levantaba e iba al estudio, y
comenzaba sus tareas hasta que la noche se convirtió en una fuente de ideas, y
el día en un momento de ajetreo que para ella sería el descanso de un buen
trabajo y para los demás un comienzo de inacabados recuerdos.
Si tan solo quisiera escuchar, atendería. Si quisiera aprender, conocer, escucharía. Escuchar las palabras, los silencios, los errores, los aciertos, el significado de los gestos, de las indecisiones, de los sinsentidos, de las convicciones. Vería toda su realidad, la viviría sin experimentarla toda, pero aún así la sentiría de un modo más profundo que ahora, más vívida. Tal vez le llevase a pozos de desánimo o desajuste tal complejidad, pero merecería la pena el esfuerzo si al final hubiese contemplado su recorrido y hubiese dejado una pequeña huella, marcada por el superfluo contenido que aposenta en el papel, lleno de tinta; pues todo continúa, y quien dijo una vez una idea, puede cambiar, y si regresa a ella otro apremiante de la escucha, de la curiosidad, puede recuperarla y hacerla florecer adaptándola a su vida. Un día es una mancha; otro, un concepto con el germen de una revolución, con otro nombre. Pero primero empieza así: escucha, aprende, pasa el timón a las siguientes
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