Si las piedras de ajedrez se moviesen con facilidad, si los pasos sobre el tablero fueran siempre firmes, si los silencios reflexivos fueran jugadas seguras... no nos enfrentaríamos solo al blanco y negro plano sobre el que se posicionan las opciones que uno dispone: al juego en el que mediante acciones se acerca a la meta, sino al rival, a la inseguridad, a nosotros mismos. Una huella marca la diferencia, y un retroceso sirve para dar dos pasos al frente o para caer lentamente al suelo. Sin embargo, continúa sin cese, y el jugador aprecia sus fortalezas, y debilidades, en ese tiempo medido; así como el observador, ajeno, fija su mirada en cómo los pequeños movimientos le llevan a grandes batallas, y, a sueños, que sin el juego, no sería capaz de imaginarse y verse inmerso hasta conseguirlos.
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