Si las piedras de ajedrez
se moviesen con facilidad,
si los pasos sobre el tablero
fueran siempre firmes,
si los silencios reflexivos
fueran jugadas seguras...
no nos enfrentaríamos
solo al blanco y negro plano
sobre el que se posicionan
las opciones que uno dispone:
al juego en el que
mediante acciones
se acerca a la meta,
sino al rival,
a la inseguridad,
a nosotros mismos.

Una huella marca la diferencia,
y un retroceso sirve
para dar dos pasos al frente o
para caer lentamente al suelo.
Sin embargo, continúa sin cese,
y el jugador aprecia
sus fortalezas, y debilidades,
en ese tiempo medido;
así como el observador, ajeno,
fija su mirada en cómo
los pequeños movimientos
le llevan a grandes batallas,
y, a sueños, que sin el juego,
no sería capaz
de imaginarse
y verse inmerso
hasta conseguirlos.

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