Era tarde, pero apenas marcaban las once. No lo aguantaba más. No podía esperar más. El tintineo constante del reloj de aguja marcaba el compás de su acelerado corazón, movido por la idea que apedreaba su cabeza: vete- susurraba- no vuelvas, y no mires atrás, sino adelante. Duerme.
          
         Así concluía, después el reloj desaparecía de su mente pero las agujas señalaban el número doce y acompasaban el pensamiento precedente al dulce sueño del cansancio acumulado, acumulado por interés en producir enérgicamente los efectos de su pasión, pasión que recordaría al cerrar los ojos para relajarse al son de las doce y cinco... con una sonrisa en la oscuridad. El pulso descendía; la respiración, en profunda, se convertía; y el sueño acrecentaba. Su cabeza y corazón se pusieron de acuerdo: le dejaron dormir, le permitieron soñar; y, el reloj, se disolvería en segundos en la dimensión de la imaginación, donde el tiempo no tomaría la palabra, sino que las ideas detendrían al tiempo en su fugaz marcha contrarreloj del ajetreo diario para el descanso puro de la aventura en la nocturna calma del silencio.

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