La luciérnaga aparece. Sola. Desprotegida. Casi, apagada. La luz apenas ilumina. La sombra la acecha, la encoge, la atemoriza. No quiere dormir en oscuridad, quiere mirar en blanca y alegre luz. Apenas se puede mover, apenas consigue avanzar. Sigue, sigue, y sigue. No más que soportar, es lo que hace. Así, veo venir otra. La ayuda, se van. Ahora son una pequeña bombilla, potente y alumbrante, tanto, que al fin percibo en qué lado del jardín me encuentro. Ahora estoy aquí, las dos luciérnagas se han alejado ya, y la luz desaparece brillantemente conforme yo me adentro en la habitación iluminada con la lámpara. La oscuridad permanece, pero no aquí, no con ellas, no conmigo, no con nuestro deseo de brillo.
Si tan solo quisiera escuchar, atendería. Si quisiera aprender, conocer, escucharía. Escuchar las palabras, los silencios, los errores, los aciertos, el significado de los gestos, de las indecisiones, de los sinsentidos, de las convicciones. Vería toda su realidad, la viviría sin experimentarla toda, pero aún así la sentiría de un modo más profundo que ahora, más vívida. Tal vez le llevase a pozos de desánimo o desajuste tal complejidad, pero merecería la pena el esfuerzo si al final hubiese contemplado su recorrido y hubiese dejado una pequeña huella, marcada por el superfluo contenido que aposenta en el papel, lleno de tinta; pues todo continúa, y quien dijo una vez una idea, puede cambiar, y si regresa a ella otro apremiante de la escucha, de la curiosidad, puede recuperarla y hacerla florecer adaptándola a su vida. Un día es una mancha; otro, un concepto con el germen de una revolución, con otro nombre. Pero primero empieza así: escucha, aprende, pasa el timón a las siguientes
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