Las listas acrecentaban su nerviosismo, y el tiempo se ralentizaba hasta observar cómo las agujas marcaban un segundo tras otro el despacio pasar del momento. Todos los materiales estaban a su disposición esparcidos por la mesa- ninguno perdido, pero sí desperdigados-; los papeles, amontonados en pilas, ya conocían la rutina de aquella desesperación y los bolígrafos se quedaban sin tinta de tantas historias contadas. Algunos libros hace tiempo ya que se despidieron del polvo de tanto uso; en cambio, hicieron migas con el fondo de la estantería otros tantos. Las libretas aparecían aquí y allá como si de notas o recordatorios se tratasen, y las cajas de documentos ocupaban la parte trasera de la sala. Así se presentaba su estudio: tranquilo y concentrado en medio del ajetreo aparente, pero sabía perfectamente que las listas aumentarían más y más, no quería sufrir; quería que el tiempo transcurriese con más rapidez o, mejor aún, que la duración y sensación fuera la misma siempre y cuando consiguiera realizar uno de sus quehaceres de forma productiva y eficaz.

     Hizo una lista más, solo una. Ni dos, ni tres: una. Así quiso hacerlo, y así lo consiguió. Una lista para varios días, varias tareas, y varios objetivos a cumplir. Entre tanto, se perdería y quedaría en medio de las ideas que albergaban sus materiales y  encontraría en aquel rincón del hogar un lugar donde maravillarse con su oficio, olvidarse del tiempo y de las manecillas del reloj-aunque la duración fuera la misma que estando de los nervios- y, con la mirada al frente, emprendería un camino que le haría suspirar de alegría para, después, estirarse y levantarse de la silla con una sonrisa amable y los brazos alzados por la meta cumplida y el logro alcanzado.

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