Miraba la gente. Uno iba con el paraguas en mano, el otro con él desplegado por las goteras de los tejados y los árboles, otro se las apañaba con una capucha, y otros buscaban cobijarse bajo los porches. La lluvia no dejaba indiferente a nadie; ni a quien la odiase, ni a quien cerrara los ojos para sentirla o quien, con los mismos ojos abiertos, sonriera hacia el cielo y se empapase de alegría.
       
      Algunas zapatillas y zapatos sonarían con las pisadas en determinados suelos secos; algunos intentarían ser discretos en su presencia, otros, tratarían de llegar a tiempo a sus quehaceres, tan rápido que sus pasos seguirían el compás del chirrido. Nadie quedaría fuera, nadie sería una excepción.
     
       Incluso aquellos que iban en un coche, bus, o como aquí, en Pamplona, en villavesa, tendrían el máximo cuidado con sus pertenencias. Todo está a merced de la humedad. Un descuido, y ¡zas! ¡ya estaría empapado todo el material! Tus libros, carpetas, chaquetas, o lo que fuera que llevases en la mochila o el bolso, mientras que, al mismo tiempo, procurarías que las gotas acumuladas por la tela de tu paraguas no mojara a los demás.
     
      Parecían días ajetreados, sí, esa era la consecuencia de los días lluviosos. Los diferentes colores sobre ruedas aumentarían en cantidad por la carretera al mismo tiempo que las agujas del reloj marcaban las prisas con las que  arrimarse a la meta del trabajo y así resguardarse para tomar un café antes de comenzar la jornada.
     
      Este era el panorama habitual que se presentaría a partir de ese 22 de septiembre, cuando el tiempo empezara a corresponder con su cercanía a diciembre, y con las nuevas tareas las prisas hicieran que viera yo a la gente, moviéndose constantemente, de un lado a otro, ante mi mirada, y ante la de aquellos que fueran conscientes del placer de observar mientras se avanza por el camino.
     
       Para aquellos que se desplazaban caminando esta situación volvería a ser una rutina, y el intento de apartarse de los paraguas de los demás, de no sumergir el pie en un charco traicionero, o de molestar a los otros transeúntes en ese juego de esquive diario nos llevaría a correr por querer llegar antes de tiempo a las clases. O si no, a pasear lentamente, observando, reflexionando, y apreciando aquellos días venideros, que tanto amarían aquellos que les encantase la acogida calurosa del hogar, del libro y de la ventana desde la que admirar las gotas de lluvia durante el fin de semana, para alejarse del ajetreo del trabajo semanal.





Comentarios

Entradas populares de este blog